Mientras paseas por Sevilla, quizás cerca de la calzada romana de la puerta de Jerez, que nos recuerda nuestro pasado romano, es fácil pensar en la grandeza del Imperio. Pero, ¿y si te dijera que uno de los hijos más ilustres de esta tierra, un emperador tomó una decisión hace casi dos milenios cuyo eco resuena cada día en los titulares del conflicto más complejo del mundo?
No es una leyenda. Es la historia de cómo un emperador «sevillano», Adriano, tras aplastar con puño de hierro la última gran rebelión judía, intentó borrar una identidad del mapa. En un acto de poder absoluto, decretó que la provincia de Judea dejara de existir y la rebautizó como «Syria Palaestina», un nombre rescatado de los antiguos filisteos.
Pero aquí es donde la historia se vuelve inmensamente más profunda y conflictiva entre esos judios expulsados y esos filisteos repobladores.
Ese cambio de nombre es una pieza clave, pero no es toda la historia. Para el pueblo judío, esa tierra es y siempre fue Judea, el corazón de su reino ancestral y el origen de su identidad, con una conexión ininterrumpida durante milenios, mucho antes de que Roma existiera. Para ellos, el acto de Adriano fue un intento de romper ese lazo sagrado.
Por otro lado, para el pueblo palestino, esa misma tierra es el hogar donde sus ancestros han vivido durante siglos, forjando una cultura y una identidad propias, enraizadas en ese paisaje a través de generaciones. Son los herederos de la historia viva de ese lugar.
Así que, cuando escuches el nombre «Palestina», recuerda que nació de la voluntad de un emperador de Sevilla, pero que nombra una tierra con dos historias, dos memorias y dos nombres. Un lugar donde cada piedra susurra una narrativa diferente, demostrando cómo una decisión tomada aquí, en el sur de España, sigue resonando en un conflicto forjado por siglos de historia.

